Por Renato Velez.
Varios años han pasado desde que comenzara la “gran recesión” de 2008. Para los economistas oficiales, la recuperación del crash fue casi inmediata; al año siguiente ya se hablaba de “recuperación”. Iba a ser nada más que un paréntesis dentro de la exitosa historia del capitalismo neoliberal. Solo un puñado de analistas más agudos presagió que aquello no era más que un respiro antes de entrar en una nueva “gran depresión”, cuyo epicentro hoy está en Europa, y será tanto o más devastadora que la de la década del treinta, que llevó al advenimiento del fascismo. Como resultado del encarecimiento del nivel de vida, el desempleo, la desigualdad, la crisis de la deuda y los programas de “ajuste”, los pueblos del mundo reaccionaron con fuerza en las calles ante las políticas de sus gobiernos.
A la interminable tragedia griega, le siguieron los indignados españoles, los violentos disturbios en Londres y el primer movimiento de protesta estadounidense en décadas: “Occupy Wall Street”. Para todos estos problemas, el Estado solo supo brindar una respuesta: represión.
En este contexto, hay que tener presente que la amenaza del “terrorismo” ha sido utilizada como excusa para robustecer el aparato represivo de los gobiernos alrededor del mundo. Esta tendencia no ha hecho más que exacerbarse desde el inicio de la crisis económica global.
Estados Unidos aún no se ha producido un estallido social de magnitudes, pero el caldo de cultivo está ahí y el gobierno norteamericano ha estado fortaleciendo sus mecanismos de control social desde el 11 de septiembre de 2001. La “guerra contra el terrorismo” que caracterizó al régimen Bush le permitió instaurar la tortura, el espionaje telefónico y muchas otras medidas para preservar “la seguridad de la patria”. Barack Obama terminó por institucionalizar estas prácticas con el Acta de Autorización para la Defensa Nacional (NDAA, en inglés), promulgada en diciembre pasado y que entre otras cosas permite la detención de personas sin cargo alguno y por tiempo indefinido. De la progresiva construcción de un “Estado Policial” en el país del norte existen abundantes escritos y numerosos reportajes. Dentro de poco, no sólo se tachará de terrorista a un anarquista o a un presunto fanático religioso; “terrorista” será cualquiera que desafíe el statu quo, desde estudiantes hasta desempleados sin futuro.
Cuando el alcance del capital es global, los medios de control que lo sostienen también deben tener un alcance global, sobretodo en tiempos de crisis. Junto a la construcción de aparatos represivos a nivel nacional, las políticas represivas se encuentran en proceso de transnacionalización. Las bases de datos de las agencias inteligencia son fusionadas, las leyes antiterroristas de cada país son armonizadas y las definiciones de terrorismo se vuelven peligrosamente vagas.
Un ejemplo de cómo se va construyendo este aparato represivo integrado a escala global es la ley antiterrorista promulgada en Argentina a fines de 2011. La Ley 26.734 fue presentada por el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner para complacer a los poderes hegemónicos. El Grupo de Acción Financiera Internacional (GAFI, controlado por Estados Unidos) presionó a la Argentina para que aprobase un paquete de medidas destinadas a prevenir el lavado de dinero y la “financiación del terrorismo”, so pena de quedar marginada del G20, privarse del acceso a nuevas líneas de crédito para endeudarse y a la inversión extranjera directa.
Lo que dicha ley entiende por “terrorista” – definición proveniente del Departamento de Estado norteamericano – es cualquier actividad que busque “obligar a las autoridades públicas nacionales o gobiernos extranjeros o agentes de una organización internacional a realizar un acto o abstenerse de hacerlo”. Una tentativa similar había sido presentada en 2007, con el pretexto de prevenir atentados como el perpetrado a la mutual judía AMIA en 1994, imputado con evidencias más que dudosas a la República Islámica de Irán. Pero la vaguedad de la definición antes presentada es evidente y el lector advertirá a qué apunta en realidad: se trata de reprimir a todo tipo de movimiento social, desde indígenas a trabajadores y estudiantes, que realice protestas de carácter reivindicativo. De hecho, el gobierno kirchnerista ha comenzado a utilizarla, por ejemplo, para sofocar las movilizaciones contra los proyectos de megaminería en la región de Catamarca, defendiendo una vez más los intereses corporativos transnacionales. Será también una carta bajo la manga para enfrentar las eventuales tensiones sociales derivadas de los nuevos programas de ajuste económico para capear la crisis, bautizados eufemísticamente como “sintonía fina”.
William Robinson, profesor de Sociología de la Universidad de California, escribió en una columna para Al Jazeera: “Estamos frente a una guerra del capital contra todos”. Advirtió que la respuesta de las élites transnacionales para la crisis podría ser una salida totalitaria. Así, tres brazos del gran capital convergerían en una respuesta “neofascista”: el complejo militar-represivo, la especulación financiera y el sector extractivo-energético. El primero se beneficiará de la lucha contra el “terrorismo” a través de la militarización del control social, que es precisamente lo que requieren los otros dos sectores para sobrevivir: las grupos bancario-financieros necesitan que se preserve el “orden público” a toda costa si desean continuar con el desmantelamiento del sector público de los países consumidos por la deuda – como en Grecia – mientras la industria extractiva debe operar sin interrupciones de las comunidades locales que se ven afectadas por el saqueo ambiental – como en Argentina.
Ejemplificador también es el caso chileno. La “ley Hinzpeter” – que busca convertir en delito formas de movilización como las tomas o los cortes de calle – fue la respuesta del Estado al cuestionamiento del modelo político y social imperante. Fue ingeniada íntegramente por la Cámara de Comercio y entregada en bandeja al Ministerio del Interior.
“La burguesía recurre al fascismo más que en respuesta a los disturbios en la calles, en respuesta a los disturbios en su propio sistema económico”, dijo en la década del treinta el historiador francés Daniel Guérin.
“Fascismo global”; eso es lo que se cocina desde arriba.
Entonces, a preparar una respuesta desde abajo.
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