Por Luis Vitale.
(fragmentos de La interpretación marxista de la historia de chile, tomo III, capítulo I)
LA LUCHA POR LA INDEPENDENCIA POLÍTICA
En el último capítulo del volumen II, procuramos demostrar
que el movimiento de 1810 no fue una revolución social sino una revolución
política de carácter separatista.
La Revolución de 1810 cambió la forma de gobierno, no la
estructura socioeconómica heredada de la colonia, manteniendo el carácter
dependiente de nuestra economía. No fue una revolución democráticoburguesa
porque no realizó la reforma agraria ni fue capaz de crear las bases para una
industria nacional. Al reforzar la economía exportadora dependiente impidió un
proceso efectivo de liberación nacional.
Los sectores de la clase dominante criolla estaban todos
comprometidos en la tenencia de la tierra y en una política económica cuyo
denominador común era la
exportación de productos agropecuarios y mineros. La
burguesía criolla estaba incapacitada por estos motivos para realizar la reforma
agraria e impulsar la industrialización, medidas que históricamente caracterizan a una revolución
democrático-burguesa.
La única tarea democrática que cumplió la burguesía criolla
fue la independencia política formal al romper nuestra condición de colonia del
imperio español. En la realización de esta tarea surgieron tendencias que
procuraron retardar o acelerar este proceso, cuyo estudio es el motivo esencial
del presente capítulo.
Aunque el desarrollo del movimiento revolucionario que
culmina con la independencia política de Chile constituye un proceso ininterrumpido
que abarca la década de 1810 a 1820, suceden importantes fenómenos
de acción y reacción y de lucha de tendencias contradictorias que nos conducen
a delimitar etapas o períodos, a condición de no olvidar que se trata de un solo proceso histórico global. La clasificación tradicional de Patria Vieja y
Patria Nueva, impuesta por la historiografía oficial, incurre precisamente en
el error de establecer entre ambos períodos una cesura demasiado marcada y, lo
que es mas grave aún, no refleja la lucha de fracciones ni las
características fundamentales de
la revolución por la independencia política formal.
El movimiento separatista de 1810 abre paso a una lucha
entre la revolución y la contrarrevolución.
Los fenómenos de acción y reacción que provoca este combate
frontal, especialmente durante el período de la Reconquista española, polarizan los sectores indecisos de
la burguesía criolla y determinan una relativa participación popular. En el
campo de los partidarios de la independencia se produce una lucha de tendencias
entre los que
aspiran a una vía pacífica que conduzca a una separación paulatina de
España y los que plantean una ruptura violenta e inmediata con el imperio
español. Estas contradicciones van configurando los períodos de la revolución,
caracterizados por el mayor o menor predominio de las fracciones o embriones de
partidos políticos en pugna.
Para una mejor comprensión del proceso de la revolución por
la independencia política, preferimos distinguir cuatro períodos fundamentales:
a) Período centrista,
de septiembre de 1810 al golpe carrerino de noviembre de 1811, caracterizado
por un curso moderado de la burguesía criolla que no se decide a romper
abiertamente con la corona española.
b) Período
izquierdista, de noviembre de 1811 al desastre de Rancagua, singularizado por
las medias concretas hacia la independencia política que adopta el sector
criollo encabezado por los Carrera.
c) Período
contarrevolucionario, del desastre de
Rancagua al triunfo de Chacabuco, caracterizado por la participación masiva de
las capas criollas en el proceso revolucionario como reacción ante la
Reconquista militar española,
d) Período de
consolidación de la Independencia durante el gobierno de O’Higgins.
EL PERIODO CENTRISTA
Este período transcurrió desde la Primera Junta de Gobierno de septiembre de 1810 hasta
el advenimiento de José Miguel Carrera al poder. Estuvo caracterizado por una orientación
moderada y reformista de la burguesa criolla, aún vacilante para provocar una
ruptura definitiva con España. Esta actitud estaba motivada, fundamentalmente,
por el temor de la burguesía criolla a perder sus riquezas en un enfrentamiento
armado, en un momento en que la relación de fuerzas a escala
internacional e hispanoamericana
estaba lejos aún de decidirse a favor de la revolución por la independencia.
Una abrupta separación de España y, por ende, una ruptura con el Virreynato del
Perú, significaba para los terratenientes chilenos la pérdida inmediata del
mercado peruano, sin posibilidades de
reemplazarlo a corto plazo.
Domingo Amunátegui sostiene que los criollos, luego de
instalarse la Primera Junta, comenzaron a "sentirse acobardados ante el
peligro de un rompimiento con el virrey del Perú. ¿Dónde se venderían nuestros
tratos? ¿De dónde nos llegaría el azúcar
necesaria para el consumo de nuestros habitantes? (...) El espectro de la ruptura
con el virrey del Perú inspiraba terror a los pacatos agricultores de la
capital" (1).
Las fracciones políticas de la burguesía criolla habían
comenzado ya a configurarse varios meses antes de cabildo abierto del 18 de
septiembre de 1810. En este día, que se considera como el inicio de la Revolución
por la independencia de Chile, José Miguel Infante manifestó: "Ya sabéis,
señores, la peligrosa situación en que se ha visto esta capital en los días
anteriores, los diversos partidos que se habían formado y sus opiniones sobre
la forma de gobierno que debía adaptarse en tan críticas circunstancias. Sabéis
también que cada día se aumentaba más el odio y la aversión entre ambas facciones, hasta amenazarse recíprocamente
con el exterminio de una por otra" (2).
En la Primera Junta se entabló una lucha por el control del
poder entre un ala, que respondía a intereses de derecha, representada por
Mateo de Toro y Zambrano, Conde de la
Conquista, Ignacio de la Carrera y los
españoles Márquez de la Plata y el coronel Reina, y un ala de centro, dirigida
por Martínez de Rozas y Juan Enrique Rosales. El sector que expresaba las
tendencias izquierdistas, encabezado por Camilo Henríquez, no había logrado aún
representación en la Junta de Gobierno. El uso de esta
clasificación en derechistas, centristas e izquierdistas obedece únicamente
al criterio de considerar la posición de
las tendencias y personalidades ante el
problema esencial de ese momento histórico: la lucha por la independencia
política. Nuestra clasificación de las
tendencias no tiene relación alguna con el criterio historiográfico
liberal ni con posteriores corrientes derechistas, centristas e izquierdistas
que se dieron, por otros motivos y en otros contextos, a lo largo de los siglos
XIX y XX. Ha sido utilizada por nosotros para ubicar las fracciones políticas
por la posición que adoptan y la praxis que realizan en un momento histórico concreto.
Encina incurre en el error de señalar que los roces entre
Martínez de Rozas y el ala derecha fueron producidos porque "el bando de
Rozas estaba constituido
fundamentalmente por los autoritarios,
“por los adeptos a un gobierno
fuerte y aún personal y atrabiliario” (3); y lleva su argumentación al
absurdo cuando insiste en que la
«repulsión del castellano-vasco por la dureza excesiva en el mando" fue la
causa del enfrentamiento con la corriente de Martínez de Rozas: "entre la mentalidad ultra-argentina de
Rozas y la aristocracia
castellano-vasca, no mediaban tabiques susceptibles de ser derribados por las
conmociones, sino muros indestructibles de sólido granito" (4).
Analizar la pugna entre rocistas y antirrocistas como una antítesis entre
autoritarios y antiautoritarios, que respondería a rasos personales o
diferencias raciales y psicológicas, es una abstracción histórica que
contribuye a mistificar la realidad. Toda caracterización de las personalidades y fracciones políticas del período que
analizamos debe estar en función de la praxis que realizan en la lucha por la independencia
política. En tal sentido, Juan Martínez de Rozas, el hombre más rico de Chile
en 1810, insurge históricamente como uno de los más adecuados jefes del ala
centrista: adopta, en forma cautelosa, medidas tendientes a
consolidar a la burguesía
criolla, sin alterar radicalmente el status político y la relación de dependencia
formal respecto de España. La imagen de un Juan Martínez de Rozas decidido y
desinteresado caudillo liberal de avanzada de nuestra independencia es una de las tantas ideologizaciones de la historiografía
burguesa acerca de los héroes de la patria.
La lucha en la Primera Junta entre el ala derecha y el
centro afloró ante cada hecho de importancia. Uno de los primeros choques se
suscitó a raíz de las medidas de organización militar. Mientras el ala de centro procuraba crear el
ejército nacional para enfrentar un eventual golpe militar de la reacción
española, el ala derecha saboteaba esa iniciativa. La necesidad del
ejército nacional se hizo patente a raíz
del motín contrarrevolucionario del 1º de abril de 1811, dirigido por el
coronel Tomás Figueroa y alentado por la Real Audiencia. Las tendencias de la
burguesía criolla volvieron a chocar al discutirse, el alcance de las penas que
merecían los participantes en el frustrado golpe militar español. Martínez de Rozas logró imponer su criterio en
la Junta, a pesar de la fuerte oposición del sector derechista que se negaba a
tomar medidas drásticas contra los sediciosos.
Posiciones divergentes enfrentaron también a estas
dos alas políticas en el problema
de las relaciones con la Junta de Buenos Aires. Martínez de Rozas fomentó la alianza con esta Junta no
porque fuera cuyano de nacimiento, como mañosamente lo sugiere Encina, sino porque
comprendía que la ayuda recíproca era decisiva para enfrentar los ejércitos
españoles del Perú y de la Bolivia Oriental. El ala derecha, temerosa de verse
arrastrada a una guerra en la que podía perder el mercado triguero del Perú,
llegó a negar, con el apoyo
del Cabildo, la ayuda a la junta bonaerense, en instantes en que era
inminente la invasión española desde Montevideo, comandada por Francisco Javier
Elío, el hombre que precisamente España había designado para la Capitanía
General de Chile.
Los partidarios de Martínez de Rozas lograron el apoyo de un
importante sector criollo: "ciento quince individuos, entre los cuales se
contaban algunas personas acaudaladas y prestigiosas, hicieron una representación
a la Junta en que recordándole la conveniencia
de mantener y de estrechar la alianza con Buenos Aires, le pedían no
sólo que se le enviara el auxilio prometido, sino que se reprendiese
severamente a cualquier contradictor de esta medida" (5). El delegado
argentino en Chile, Antonio Alvarez Jofre, manifestaba en aquella oportunidad
que “esos gobiernos debían estrechar sus
relaciones, mantenerse unidos, auxiliarse mutuamente para resistir los
esfuerzos con que el virrey del Perú trataba de restablecer el régimen antiguo
en Chile y en Buenos Aires. Debían, por tanto, hacer de común acuerdo la paz y
la guerra, y de acuerdo también a celebrar con los extranjeros pactos
comerciales y políticos que más interesan a estos países” (6). La relación con
Buenos Aires no tenía solamente un carácter político-militar para enfrentar la invasión española, sino también
un objetivo económico: aumentar la exportación de cobre chileno a Buenos Aires a
cambio de liberar de aranceles la importación de yerba mate.
La promulgación de la medida más importante adoptada por la
Primera Junta, la ley de libre comercio, suscitó también una ardua discusión
entre las fracciones políticas de la burguesía criolla. Después de cuatro meses
de intensos debates, Martinez de Rozas logró su aprobación el 21 de febrero de
1811. El ala derecha de la Junta se oponía no porque fuera en detrimento de sus
intereses, sino por el temor a la reacción española ante esta medida de trascendental
importancia que terminaba definitivamente con el monopolio comercial
español.
Algunos historiadores han exagerado la influencia del
liberalismo económico europeo en el decreto de libre comercio de 1811, al considerar
sólo aquellas medidas de potencias
extranjeras. En realidad, el decreto de 1811 no sólo adoptó resoluciones sobre
libre comercio, sino que fue el primer intento de planear una política
económica general en la que advertía sobre los peligros del libre comercio y se
tomaban medidas proteccionistas para la incipiente industria artesanal criolla.
En el plan propuesto por Juan Egaña a la Primera Junta, se manifestaba que el
comercio libre puede “impedir la
industria nacional, y aunque casi ninguna tenemos, debemos procurarla de todos
modos" (7).
Uno de los veinticinco artículos del decreto de libre
comercio de 1811, prohibía la introducción de vinos y aguardientes extranjeros
que hicieran competencia con los que se producían en el país; se prohibió, asimismo,
la entrada de tabaco y naipes para garantizar el estanco de estos productos que
constituían casi la tercera parte de los ingresos fiscales. Las mercaderías
extranjeras, decía el artículo 11, "pagarán por derechos reales sobre precios
de reglamento el 28%, el 11/2 de subvención y el ½% de avería". El
fomento de la marina mercante nacional fue otra de las preocupaciones de este
decreto al señalar que las embarcaciones chilenas pagarían solamente el 12%
contra el 22% de las extranjeras, las que inclusive deberían llevar dos tercios
de tripulación chilena.
El artículo 17
protegía la producción minera nacional al establecer que "las
embarcaciones extranjeras no podrán extraer el oro o plata en pasta, en piña
labrada o chafalonía, ni los reales, pesetas y cuartos del nuevo cuño",
aunque se les permitía extraer los doblones y pesos fuertes, pagando por el oro
el 21/2 de derecho
y 5% por la plata. Otro de los artículos se preocupaba de eliminar el
contrabando, impidiendo la internación de productos por otros puertos que no
fueran Valparaíso, Coquimbo, Talcahuano y Valdivia. De este modo, la burguesía
criolla, que se había desarrollado al socaire del contrabando, fue la más interesada en desterrarlo una vez que llegó al poder. Se
prohibía a los buques extranjeros introducir mercaderías por otras zonas
"por sí ni por terceras manos"'; tampoco se les permitía venderlas al
por menor, sino por "facturas, tercios, barricas y fardos", medida
que tenía por objeto favorecer a los comerciantes criollos que trabajaban con
el mercado interno. Finalmente, el artículo 21 señalaba que "los
habitantes del país podrán hacer por sí el comercio libre en todos los puertos
extranjeros del globo pertenecientes a potencias aliadas o neutrales". Uno
de los aspectos fundamentales del decreto
de 1811 para la burguesía criolla era el referente a las exenciones
establecidas para la exportación de minerales, sebo, trigo y "demás productos,
comprendidos con disimulo en un etc." (8).
La ley de libre comercio produjo un aumento sensible de las
entradas fiscales. "En el transcurso de pocos meses se había constatado ya
un aumento sorprendente de un 100%. En enero de 1811 las entradas de Aduana
fueron de $ 12.752 y en agosto llegaron a $ 24.814, siendo luego después
bastantes superiores. La tesorería general anota para abril de 1813 una renta
aduanera de $ 101.892" (9). Si bien es cierto que este ritmo fue detenido
por la guerra contra los españoles y que el contrabando afectó los ingresos
aduaneros, la ley de 1811 en lo que se refiere al fomento de la exportación
minera y agropecuaria y a las exenciones tributarios satisfizo, en gran medida,
las aspiraciones de la burguesía criolla.
El triunfo del ala centrista fue, sin embargo, efímero, Las
elecciones del Primer Congreso Nacional, en abril de 1811, significaron una
derrota aplastante para los partidarios de Martínez de Rozas, los Larraínes, Irisarri,
Jos Antonio de Rojas y, también,
para O'Higgins que colaboraba con
este sector desde su incorporación a la vida del país. El ala derecha, dirigida
por Eyzaguirre, Errázuriz y los mayorazgos como de la Cerda, Juan A. Ovalle,
Francisco Ruiz Tagle y Juan Agustín Alcalde, el conde de Quinta Alegre, eligió
la mayoría de los diputados, gracias al apoyo de los españoles que practicaron
la política del "mal menor". El realista Manuel Antonio Talavera
escribía en su diario personal: "La fracción europea era casi toda
contraria al nuevo sistema de gobierno; pero el conflicto de la precisión de
vivir en este reino, les hizo elegir del mal el menos (...) Concibieron los
europeos que elegir a los de la lista de la fracción Rozas, era darle la mano
para hacerse presidente de la Junta o al menos para que continuase de vocal, exponiéndose
nuevamente a sufrir otros vejámenes" (10).
Años más tarde, aún fresco el recuerdo de la tradición oral,
José Victorino Lastarria hizo una aguda caracterización del sector derechista
del Primer Congreso Nacional: "La revolución
no podía marchar con esta organización tan heterogénea, que carecía de sistema
y unidad; de modo que los amigos de la independencia no podían hacer valer sus
principios ni desarrollar sus miras sin disfraz. Un
historiador ha dicho que
la mayoría [del
Congreso] era compuesta de hombres pacatos e ignorantes en la ciencia
del gobierno y bastantes débiles para constituirse en instrumentos de otros más
atrevidos y notoriamente afectos al régimen colonial" (11).
El retiro de los diputados de minoría del Congreso agudizó
la lucha fraccional. Martínez de Rozas regresó a su provincia, comenzando desde
Concepción una campaña de agitación contra el gobierno. Esta fue la primera
expresión política de los roces
entre las provincias y capital, contradicción que se pondrá manifiestamente
relieve en la segunda mitad de la década de 1820 a 1830.
El Primer Congreso, controlado sin contrapeso por el ala derechista,
dilató las medidas tendientes a consolidar la real independencia política del
país, provocando una tirantez en las relaciones con la Junta de Buenos Aires al
exigir el reemplazo cae Alvarez Jonte en junio de 1811, por sus vinculaciones
con el sector de Rozas.
Mientras tanto había
comenzado a surgir un embrión de ala izquierda como
respuesta a las vacilaciones del sector derechista de la burguesía criolla.
Esta fracción, aún informe, propugnaba medidas para acelerar la revolución chilena y exigía la
ruptura definitiva con España. Su portavoz más destacado, Camilo Henríquez,
lector de Raynal y Rousseau, se había
iniciado como agitador en el movimiento revolucionario de Quito en 1809. Su
proclama de enero de 1811, firmada con
el seudónimo de Quirino Lemáchez, se puede considerar como el documento
político más revolucionario de este período, pues fue el primero que se
atrevió a plantear abiertamente la ruptura con el imperio español. En
uno de sus párrafos señalaba claramente su posición favorable a la implantación
de una república soberana e independiente: "De cuanta satisfacción es para
un alma nacida en el odio de la tiranía
ver a su patria despertar del sueño profundo y vergonzoso que parecía hubiese
de ser eterno, y tomar un movimiento grande e inesperado hacia su libertad,
hacia este deseo único y sublime de almas fuertes, principio de la gloria y
dicha de la república (...) Consiguió al cabo el Ministerio de España llegar al
término porque anhelaba tantos siglos la disolución de la monarquía (...) Nadie
puede mandaros contra vuestra voluntad. ¿Recibió alguno patentes del cielo que acrediten
que debe mandaros? Está, pues, escrito
¡oh pueblo! que fueseis libres (...) y que se dijese algún día la república, la
potencia de Chile, la majestad del pueblo chileno". A pesar de no tener
ninguna simpatía por Camilo Henríquez, el historiador Francisco Encina lo ubica
con precisión en la lucha de tendencias de este período: "No tenía
auditorio en el bando rocista, violento, pero aristócrata y autoritario (...)
Menos aún podía despertar simpatía entre el poderoso grupo de Errázuriz y
Eyzaguirre” (12).
El golpe militar del 4 de septiembre de
1811, promovido por los hermanos Carrera, significó la caída del sector
derechista y la restauración en el poder
de la fracción contraria, apoyada momentáneamente por el ala izquierda en franco proceso de
estructuración con el regreso de José Miguel Carrera a Chile. En La Serena, Concepción y otras
zonas se reemplazaron los diputados derechistas, cambiando la composición
política del Congreso en un sentido favorable a los centristas, quienes
eligieron presidente al presbítero Joaquín Larraín, jefe de la familia de los
"ochocientos", así llamada por sus vastas ramificaciones económicas y políticas. Las provincias
comenzaron a adquirir mayor relieve, reivindicando sus derechos en la creación
de Juntas locales, que operaban con relativa autonomía respecto de Santiago, expresando
ya, desde los inicios de la República, la contradicción Capital-Provincias, que
se revelará a través de guerras y revoluciones durante las décadas posteriores.
La nueva Junta, encabezada por Martínez de Rozas Rosales,
Mackenna, Marín y Calvo, restableció cordiales relaciones con Buenos Aires,
nombrando delegado Francisco A. Pinto.
Publicó un edicto en el que se notificaba a los españoles realistas la
aplicación de severas penas en caso de reincidir en sus actividades
contrarrevolucionarias.
La burguesía criolla consolidó sus intereses económicos al
ser abolidos los derechos de exportación del 3%. A principios de octubre, se
acordó que durante dos años se permitirá en Chile el cultivo del tabaco que hasta
entonces había sido monopolizado por el Virreynato del Perú. Una proclama del
15 de octubre de 1811, manifestaba: "Agricultor, la
siembra de tabaco estaba prohibida; ya podéis hacerla. Formaréis vuestra
subsistencia con esta ocupación si os dedicáis a ella empeñosamente" (13).
La esclavitud fue suprimida
a medias con la dictación de la
"libertad de vientre", por
la cual fueron declarados libres
no los que en ese momento eran esclavos sino los que nacieran a partir
de la promulgación de la ley. Esta medida a pesar de su limitación tuvo
repercusiones sociales, según el cronista hispanófilo Melchor Martínez:
"Esta inconsiderada providencia causó improvisadamente tal conmoción en la
esclavitud, que al día siguiente se mancomunaron más de 300 esclavos, y orgullosos con el
favor del gobierno hicieron una representación pidiendo su libertad, y
ofreciendo en recompensa sus personas y vidas para defender el sistema de la
patria, previniendo prontamente de cuchillos y amenazando de causar alguna sublevación
en el pueblo. El gobierno temió males resultas y se prendieron y encarcelaron
como 20 de las cabezas principales, conteniendo a los demás con amenazas, con
lo que se sosegaron por el pronto" (14).
También se tomaron algunas medidas referentes a la Iglesia,
entre ellas la supresión de la cuota que se enviaba a Lima para sufragar los
gastos de la Inquisición y la prohibición de sepultar los muertos en los templos.
Pero estas medidas reformistas no significaban un real avance en el camino
hacia la independencia política. Con el fin de terminar con este curso
vacilante, el sector izquierdista, frustrado con los resultados del golpe del 4
de septiembre y con la gestión centralista de la Junta, decidió realizar un
nuevo movimiento político.
Referencias
(1) DOMINGO AMUNATEGUI S.: La Revolución de la Independencia, p. 31 y 37, Santiago, 1945.
(2) COLECCIONES DE HISTORIADORES Y DOCUMENTOS RELATIVOS A LA INDEPENDENCIA DE CHILE, XVIII, 220.
(3) FRANCISCO ENCINA: Historia de Chile, T. VI, p. 216, Stgo., 1952. En las subsiguientes referencias de esta obra citaremos: ENCINA, tomo, pág.
(4) Ibid., VI, 241.
(5) DIEGO BARROS ARANA: Historia general de Chile, T. VIII, p. 295, Stgo. 1887. En las posteriores citas de esta obra sólo indicaremos BARROS ARANA, tomo, pág.
(6) Ibid, VIII, 250.
(7) COLECCION DE HISTORIADORES Y DOCUMENTOS RELATIVOS A LA INDEPENDENCIA DE CHILE, XIX, p. 97 y sigs.
(8) ENCINA, VI, 203.
(9) DANIEL MARNER: Historia de Chile. Historia Económica, Tomo I, p. 109, Ed, Balcells, Stgo. 1929.
(10) MANUEL A. TALAVERA: Revoluciones de Chile, Diario Histórico imparcial de los sucesos memorables acaecidos en Santiago de Chile, cit. por BARROS ARANA, VIII, 339.
(11) JOSE V. LASTARRIA: Bosquejo histórico de la constitución del gobierno de Chile, en Serie de Estudios Históricos, p. 71, editado en Stgo.
(12) ENCINA, VI, 245.
(13) Citado por BARROS ARANA: VIII, 405.
(14) MELCHOR MARTINEZ: Memoria Histórica sobre la Revolución de Chile, desde el cautiverio de Fernando VII hasta 1814, p. 124, Valparaíso, 1848.
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