Por Renato Velez.
A
principios de septiembre, tras el éxito de los insurgentes en derrocar a
Muammar Gaddafi, y con los preparativos en marcha para una intervención contra
la Siria de Assad, Hugo Chávez sacó sus conclusiones: tras las insurrecciones
patrocinadas por Occidente en Medio Oriente, los próximos en la lista son los
países del ALBA y muy particularmente, Venezuela. El 5 de septiembre, Chávez
solicitó a los países de la Alianza Bolivariana y al grupo BRIC (Brasil, Rusia,
India y China) ultimar medidas para generar una “contraofensiva” coordinada
ante cualquier intentona imperial de repetir el “guión libio” en otras naciones
soberanas y denunció un presunto plan de la OTAN para atacar Venezuela. Si bien
una intervención directa de Occidente se aprecia improbable en este punto, el
terreno se ha ido preparando desde hace ya varios años.
Frenar
el desarrollo del “Bloque Bolivariano” en Latinoamérica estuvo en la mesas de
planeamiento de Washington desde el momento mismo en que Chávez asumió en 1998.
Desde entonces, más países se fueron sumando a la oleada bolivariana y la
respuesta estadounidense sería – como en otros tiempos – la estrategia del
golpe de Estado. Desde esa perspectiva se deben recordar el fallido golpe
contra Chávez en 2002, la insurrección “cívico–departamental” contra Evo
Morales en 2008 (frustrada por la acción conjunta de UNASUR), el derrocamiento
de Manuel Zelaya en Honduras en 2009 (el primer golpe exitoso de Obama) y la
rebelión policial en Ecuador el pasado año.
En
vista de las constantes intervenciones estadounidenses en la región, el Bloque
Bolivariano ha estrechado sus vínculos políticos, económicos y militares con
las grandes potencias contrahegemónicas (Rusia y China), además de brindar una
mano a los regímenes amenazados por la máquina de guerra norteamericana como
Siria e Irán.
Los
casos de Libia y Siria, junto con la creciente presión hacia Irán sientan un
precedente para Chávez: antes de cualquier intervención, las potencias
imperiales comienzan con las sanciones económicas, el congelamiento de activos
y la confiscación de reservas alojadas en el exterior. Estas medidas buscan
desestabilizar el país negándole el acceso a los recursos necesarios para hacer
frente a una agresión. Es por esta razón que el líder venezolano recientemente
ha tomado una medida vital pero a la vez temeraria: nacionalizar la producción
de oro y repatriar las reservas internacionales hoy alojadas en bancos europeos
y norteamericanos, para reinvertirlas en Rusia, Brasil y China. En Agosto el
canciller ruso, Serguei Lavrov, se mostró abierto a aceptar la propuesta de
Chávez. 365 toneladas de oro venezolano se encuentran hoy fuera del país en las
arcas del Banco de Inglaterra, Barclays Bank y JP Morgan Chase, entre otros.
En
los últimos días el panorama económico en Occidente se ha ido deteriorando, con
las bolsas en rojo durante semanas, la desaceleración del crecimiento, además de
la crisis fiscal en Estados Unidos y Europa. Son los estertores de una nueva
“Gran Depresión”. Es en momentos como estos que los inversores buscan evitar
grandes pérdidas ante tamaño temporal, y el oro se ha constituido en el
principal “refugio seguro”. No por nada, la onza de oro mes a mes registra
alzas históricas y va camino a alcanzar los 2.000 dólares. En este contexto, también
se debe comprender la repatriación del oro como una medida de blindaje y
seguridad financiera ante el colapso económico global en curso.
El
rescate del oro venezolano también puede encerrar un gran peligro, ya que
algunas naciones que de una u otra forma han realizado movidas para alejarse
del dólar estadounidense como divisa de intercambio han pagado un alto precio.
En 2000, Saddam Hussein anunció que suspendería la venta de petróleo en dólares
en favor del euro. Un par de años después, Irak sería sitiado por las fuerzas
anglo-estadounidenses y Saddam, ejecutado.
Más
reciente e interesante es el caso de Libia. También en 2000, el coronel Gaddafi
concibió la creación de una moneda única para África que tendría su valor respaldado
en oro, a diferencia de las divisas fiduciarias como el dólar o el euro, cuyo
valor no está asegurado por nada. Con esto, Gaddafi buscaba dar estabilidad
financiera a una región afecta a las crisis económicas y el subdesarrollo. En
2009, el “dinar de oro” – como se denominaría a la divisa – comenzó sus
preparativos para ser introducido en Libia. Sarkozy calificó la medida como
“una amenaza para la seguridad financiera de la humanidad”. Dicho y hecho: hoy
el líder libio ha sido derrocado.
Tanto
Saddam como Gaddafi no eran líderes cercanos a los dictados de Washington y
controlaban grandes reservas petroleras. Chávez es plenamente consciente de que
podría ser el próximo en la lista, más cuando en 2011, Venezuela destronó a
Arabia Saudita como el mayor productor de petróleo en el mundo, según la OPEP.
Y la oportunidad para el “cambio de régimen” contra el proyecto bolivariano
está cerca: las presidenciales de 2012. Según la periodista e investigadora Eva
Golinger, 20 millones de dólares estarán disponibles para grupos de oposición
venezolanos, en el último esfuerzo por retirar a Chávez de circulación. Obama
ha solicitado abiertamente 5 millones en su presupuesto nacional para
operaciones anti-Chávez y otro tanto provendrá de ONGs y agencias
“pro-democracia” financiadas por Washington. El objetivo último es gatillar una
“revolución de color” en Venezuela, táctica ya utilizada en los países de
Europa Oriental y que consiste en impugnar el resultado de una elección – a
través de movilizaciones populares – cuando el triunfador no es del agrado de
Estados Unidos.
Para
el analista ruso Nil Ninkandrov, Chávez tendrá que enfrentar un escenario
difícil en el que Washington desplegará las estrategias de la “revolución de
color” pero incorporando esta vez las altas cuotas de violencia armada que
hemos visto en Libia. De ser así, Estados Unidos y sus aliados contarán con la
excusa perfecta para intervenir directamente. En estos momentos de crisis y
decadencia imperial, lo que antes parecía una locura pasa al terreno de las
posibilidades. Si a eso sumamos el progresivo despliegue militar estadounidense
en Colombia, Costa Rica y Haití, la amenaza real de un conflicto militar va
creciendo y es tiempo de tomar medidas colectivas para preservar la paz de la
nuestra región.
Más
allá de los aciertos o desaciertos del proceso bolivariano, el desafío imperial
contra la soberanía venezolana debe ser frenado enérgicamente por los gobiernos
latinoamericanos en su conjunto. Será en esa batalla que Latinoamérica quizás
tenga su última oportunidad para alcanzar la verdadera libertad.
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